Por Ícaro Llamas.
«No podía creerlo y no cabía en mí de felicidad. Así que ESTE era yo: Ícaro. Era yo y era libre para volar a donde quisiera. Pero antes de volar tenía algo que hacer: los monstruos seguían en el armario y ellos también merecían conocer la luz del día y salir del closet.»
Una Vez yo visité el closet. No cualquier vez. Una Vez con V mayúscula. Me instalé y viví allí por más de veinte años. Los primeros veintiún o veintidós años de mi vida.
No estaba solo, ¡Apenas y cabíamos! Claro, estaba mi ropa pero también estaban los monstruos. Estaba el monstruo de la comodidad y el confort, estaba el monstruo de los prejuicios y el auto engaño, el monstruo de la soledad y el rechazo; había un sinfín de monstruos pequeñitos, peludos y mordelones, pero el peor de todos, aquel que más molesto era, el que ocupaba más espacio y dejaba escurrir su baba espesa sobre mi cabeza era el monstruo del Miedo y del Quedirán.
Mi vida transcurría normal, tan normal como se puede vivir dentro de un closet. Yo era una especie de caja con patas. Iba a la escuela y mis piernas salían por debajo del mueble y mis brazos por los costados. Todas las mañanas tenía que juntar fuerza para cargar con todo el closet hasta el colegio. Parecía una suerte de tortuga de caparazón cuadrado que caminara en sus patitas traseras.
Iba a fiestas, al supermercado, a casa de mis abuelos con aquel enorme closet a cuestas lleno de esos cabrones monstruos ¡UNODOSTREEESSS! y cargaba con todos. Un terrible esfuerzo diario.
Lo peor de todo fue el acostumbrarme a cargar con ellos. Y ellos, cual parásitos que eran, vivían felices mientras yo los acarreaba. Incluso a la gente a mi alrededor le parecía normal ver aquel closet moviéndose por la calle y sabían que era yo.
Había quienes también me ayudaban con la carga. A veces por la calle, si parecía que se acababan mis fuerzas y que iba a caer, mi madre me sostenía por un lado, llegaban corriendo mis abuelas a ayudarme por el otro costado; pero no era justo para nadie. Incluso tuve novias que me ayudaban a cargar con el terrible closet lleno de monstruos.
Y no es que no intentara salir, pero cada vez que abría la puerta, el monstruo de la comodidad y el confort me decía con su voz aguda y gangosa: “¡Ciérrale allí! ¿No ves que se mete el frío? Aquí estamos cómodos“.
A veces a solas en mi cuarto, yo sacaba un pie por la puerta y el monstruo de la soledad y el rechazo me decía llorando con su larga nariz llena de mocos “No vayas a salirte. Aquí estás bien acompañado. Afuera todo es muy solitario y nadie te va a querer“.
Llegó el día en que conocí a alguien. No era un príncipe ni era azul, pero caí enamorado. Era un amigo muy cercano. En su casa nos emborrachamos y fumamos un poco. Tal vez eso y lo mucho que me gustaba me dio el valor para abrir lentamente la puerta del closet y salir por un rato. Nos besamos, nos tocamos y nos conocimos mutuamente. Dormimos esa noche uno en brazos del otro, ¡cuánta falta me hacía!
A la mañana siguiente, él tomó su ropa y mientras se vestía me dijo: “Este será nuestro secreto. Tú sabes que tengo novia y la amo. También a ti, pero es mejor mantenerlo así“, y corrió a encerrarse en su enorme closet azul cielo con detalles dorados. ¿Qué hice yo? Pues también regresé al mío, a sabiendas de lo que me esperaba.
“¿En dónde andabas, homosexual?” Preguntó con voz de viejita de iglesia el monstruo de los prejuicios y el auto engaño. “Más vale que te busques una novia, pecador. La gente como tú no puede ser feliz allí afuera. Ya te lo hemos dicho” y me dio un áspero beso en la frente con sus ancianos y secos labios, mientras sus bigotitos me hacían cosquillas.
Así pasaron más de veinte años. Yo ya era un hombre y no cabíamos todos allí dentro, pero incluso llegué a dejar de intentar salir. Vivía aletargado en los gordos brazos del oscuro monstruo del Miedo y del Quedirán. No es que el se esforzara mucho por mantenerme adentro, su solo abrazo me hacía quedarme allí, quieto, oyendo sus susurros como hipnotizado. “No te vayas.” me decía cariñoso al oído, “No le des ese disgusto a tu familia. Mira que no tienes ninguna necesidad. ¡Aquí tienes de todo!” continuaba mientras su grueso y negro brazo me mostraba tenis, playeras y lo que se iba encontrando. “Y lo que es más importante… nos tienes a NOSOTROS“, finalizaba con su grave voz de trombón mientras me miraba con su único ojo y acercaba a los demás monstruos que sonreían estúpidos e hipócritas.
Uno de esos días me llegó la terrible noticia. Mi amigo, el que no era príncipe no había podido más con el peso de su enorme closet azul cielo. A pesar de su fuerza y su inteligencia, los monstruos de su armario habían crecido tanto y se habían reproducido en tal cantidad, que el closet se le había ido encima. Lo enterraban al siguiente día. ¡Y no fue su culpa! Él fue valiente hasta el final, toda su energía se le iba en cargar ese pesado mueble. Fueron los monstruos, eso yo lo tenía muy claro.
El día siguiente al que despedí a mi amigo, el gordo monstruo del Miedo y del Quedirán me tenía abrazado por la espalda y con la otra mano me acariciaba el pelo y me hablaba al oído.
— Fue lo mejor que pudo pasar —me dijo con su melosa voz— ¿Viste qué bien se veía mientras lo enterraban en su bonito closet? No hubo necesidad de salir nunca. Ve arreglando tus cosas, podrías caer también si no te andas con cuidado.
Hoy en día no podría explicar a ciencia cierta qué fue lo que pasó en seguida. Recuerdo que el oír la sucia voz del monstruo que mencionaba a mi amigo me llenó de coraje. Recuerdo también que su velada amenaza contra mi persona me llenó de miedo, pero ese miedo era diferente. No era un miedo a los monstruos del armario. Era un miedo a pasar otros veinte años con ellos. Un miedo a no poder vivir mi Vida y no poder conocer el Amor; esa Vida y ese Amor que también van con mayúsculas por que son míos y por el enorme Valor que me infundieron.
Lo siguiente que recuerdo es que yo estaba afuera. ¡Estaba afuera del closet y no era algo malo! Todo el exterior se veía más claro y más real, se podía respirar mejor y yo me movía libre, sin aquel peso de más de ese feo y viejo mueble.
Lo primero que hice fue correr con mi madre a darle un beso y mostrarme tal cuál yo era. Ella me abrazó y me dijo “Siempre supe que vivías allí dentro. Yo te di a luz y conocía tu verdadera forma. Mira ¿sabías que tienes alas?”
No podía creerlo y no cabía en mí de felicidad. Así que ESTE era yo: Ícaro. Era yo y era libre para volar a donde quisiera. Pero antes de volar tenía algo que hacer: los monstruos seguían en el armario y ellos también merecían conocer la luz del día.
Regresé a mi habitación e intenté abrir la puerta del closet. Con un fuerte tirón lo volvieron a cerrar desde adentro. Tenían miedo y se negaban a ser libres. Tomé una lámpara sorda del buró de mi cama y abrí de golpe la puerta, iluminando con un haz de luz el interior del armario. El monstruo de la comodidad y el confort no era más que un mullido montón de ropa sobre una silla. ¡Qué mal olía! Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí guardada. Aquel que yo conocía como el monstruo de los prejuicios y el auto engaño era solo un espejo pegado por dentro a la puerta del closet en el que vi mi reflejo. “Qué guapo“, pensé mientras me sonreía y me guiñaba un ojo. El monstruo de la soledad y el rechazo era solo un retrato guardado de alguna lejana tatarabuela, muerta hacía quién sabe cuánto tiempo que ni siquiera llegué a conocer. Nada tenía que hacer allí dentro. Lo tomé y lo guardé en un álbum fotográfico familiar bajo la escalera. Mi buen amigo el monstruo del Miedo y del Quedirán era el único real (porque el miedo existe y hay que tener cuidado con dejarlo crecer), pero al ver la luz cerró sus gordos párpados, hizo un patético puchero y comenzó a encogerse. Al cabo de unos segundos parecía un cachorrito, después un ratón y por último no se distinguía de las motas de polvo acumuladas en el piso del armario.
Pues estaba hecho. Salí del closet y tenía una vida por delante. Si bien había perdido veinte años, quedaban muchos más por delante. Extendí mi par de flamantes alas nuevas y volé.
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