Por Dadá G.
Al día siguiente del entierro, siguiendo una antigua rutina, Horacio y yo volvimos a salir de la casa a la hora habitual. Horacio siempre ha sido un animal de costumbres fijas. Colocó en mi cuello el mismo roído y deshilachado mecate que tanto tiempo ha usado y salimos al fresco de la mañana.
El aire nos daba de frente y el recién nacido sol nos hacía a ambos entrecerrar los ojos.
El anciano Horacio era ya puro pellejo y huesos. Su ropa vieja, gastada y remendada pesaba más que él. Yo sabía de memoria el camino habitual y lo recorría a toda prisa, siguiendo los olores, las caras conocidas, los sonidos estridentes del tráfico diario de la sucia ciudad.
Como era habitual nadie nos dirigía ni una mirada. Es más, normalmente algunos incluso volteaban hacia otro lado al intuir siquiera nuestra presencia. Algo típico del ser humano. Mis hermanos a veces guiados por nuestro olor o el sonido de mis jadeos al jalar al viejo nos miraban extrañados.
La falta de alimento y el peso de los años le impedían a Horacio moverse con la soltura con la que acostumbra andar cuando lo conocí y lo adopté, al igual que la lesión en su pierna derecha, producto de una mala caída.
En cada esquina, a pesar de que yo ya lo sabía, jalando el mecate y sin decir palabra alguna, hacía la señal de “ALTO” y con sus largas e impecables uñas rascaba mi cabeza.
La pérdida de Beatriz, su compañera, hacía ya cinco años, le había dejado desnutrido el corazón. Durante años, los tres habíamos compartido techo, comida, fríos y enfermedades. Su lenta, aunque indolora partida, produjo cambios en la existencia de Horacio que se manifestaban en muchos aspectos. Su amarilla e incompleta sonrisa ya no era la misma. Las carcajadas que años atrás despertaban a mis hermanos más cercanos, provocando que ellos a su vez, a voz en cuello y entre enfurecidos gritos de humanos, aclamaran el nombre de “HORACIO! HORACIO! HORACIO!” cada vez eran menos frecuentes. Incluso su microbiodiversidad personal sufría un desequilibrio. Los insectos se notaban molestos y agresivos. Las flores, marchitas y podridas desprendían un olor húmedo, pesado y caliente que íbamos regando diario desde hace cinco años por toda la ciudad rumbo al cementerio.
Siempre me ha maravillado la capacidad humana de aferrarse al pasado, de prensarse con uñas y dientes a un tiempo ya vivido, a una falsa realidad que los hace regresar a un punto de su existencia. Dar vueltas sobre él como si fueran a acostarse encima, negando incluso lo que para sus sentidos es muy claro. Yo soy consciente de ello, pero mi propia lealtad me impide alejarme y seguir mi camino.
Seguí pues, andando de prisa, arrastrando conmigo aquel costal de huesos que era Horacio. Una a una las duras y tibias banquetas subían y bajaban, dando espacio a locales, casas, escuelas y museos hasta que llegamos por fin al cementerio, al lugar del último reposo de Beatriz. Cariñosamente depositó las flores azules cultivadas en casa sobre su tumba, mientras el sutil espíritu de la mujer, sólo visible para mi, miraba triste la lápida contigua.
Pasado un rato rodeamos el panteón y nos dispusimos al volver sobre el camino andado para regresar al siguiente día. Justo a la salida, imperceptibles para el viejo Horacio, aún están las marcas del accidente. El feroz golpe en la pared, el olor a llantas quemadas y las marcas en el pavimento.
Hace dos días, justo allí nos atropellaron.
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